martes, junio 12, 2007

Recuerdos de infancia

Entre los diez y los quince años fui un pibe de parroquia. No me avergüenza decirlo, al principio impulsado por esa fé tan limpia de los niños y luego por ese credo algo equivocado que postula que cualquier lugar lleno de gente joven está lleno de minas para levantarse.


De chico me cautivaban todos los ritos de la misa, porque yo creía lo que veía, yo sentía que no era un simbolismo sino que, realmente, el vino se transformaba en sangre y hasta sentía un poco de asco de pensar que luego la bebían. Recordaba la explicación con que mi tío Sergio me mintió sobre el método de fabricación de morcillas; pensaba en cómo quedaría aquel pobre hombre, que encima de no poder casarse debía tomar todos los días un vaso de sangre. Y por favor no quiero que nadie tome esto por un sacrilegio: es el sentir exacto de un chico ante los misterios del dogma.


Yo entraba a una parroquia y sentía que Dios estaba ahí, en ese silencio inmenso surcado de bronces y santos y vitreaux. Todavía no entendía lo de la omnipresencia; ese misterio que, al comprenderlo, me hizo preguntarme para qué la gente se iba caminando hasta Luján, si en su comedor, o al pie de su cama podía hallar también cobijo a su fé. Yo creía que dentro de una iglesia no se podía mentir ni engañar. Que la beatitud del aire era un antídoto contra la flojera y las malas costumbres. Así pensaba, hasta que llegó el 25 de agosto de 1991 por la mañana.


Ese día la catequista me llamó aparte y me dijo que si podía salir al kiosco a comprar dos velas para hacer una “espiritualidad”. Me dio un billete de mil australes (ese que tenía la cara de Roca peinado como el Drácula de Brian de Palma), me dijo “que Dios te bendiga” y a mi se me infló el pecho de orgullo. Salí corriendo, presuroso de cumplir con el mandado: yo quería ser monaguillo, es hora de reconocerlo, y era un firme candidato, por Dios. Ese voto de confianza significaba que sería yo y no el negro Ochoa quien estaría al frente de todos en la misa, como un rockstar. Evidentemente eran otros tiempos, a pesar de todo uno pensaba que el cura, a lo sumo, se apretaba una casada en la sacristía, nada más…

Para salir a la calle debía pasar forzosamente por el interior de la Iglesia, que a esas horas tenía sus inmensas puertas abiertas al público, generalmente a venerables ancianas que iban a rezar de pasadita mientras hacían los mandados. Cuando estaba por salir, de repente vi salir al Padre Pablo, saliendo de uno de los confesionarios. Siempre me había preguntado como era el interior de esas cabinas telefónicas con Dios, donde el Cura era el operador que te comunicaba a larga distancia. Me preguntaba si tendría algún cable, si en ese momento entraba en trance y uno hablaba directamente con el Cielo, si tenía almohadón en el banquito, si había un estante para apoyar un vaso de algo, si era verdad que existía la boca de un túnel que daba al averno.


Todas esas preguntas de siempre se cruzaron por mi cabeza: y estaba el confesionario abierto, y nadie había en el lugar. Era mi oportunidad de averiguarlo, de descubrir lo oculto, eso que no había podido ver desde fuera la vez que me confesé. Entonces rápidamente, sin pensar en las velas que debía comprar, me metí dentro y cerré la puerta… Era el día más importante desde que había empezado con la catequesis el año anterior. Yo sería el dueño del secreto, el único capaz de decir que había realmente ahí dentro y lo más importante: el único capaz de mentir sobre lo que había allí para impresionar a las niñas, y con el aval de la aventura para que me creyeran…


Lo primero que descubrí fue que había un fuerte olor a humedad; como si uno metiera la nariz dentro de la boca de una guitarra vieja y mal atendida. El asiento no tenía almohadón y la tenue luz de los vitreaux entraba por el esterillado de la ventanita donde se oían la confesión. No era gran cosa, la verdad, estaba decepcionándome bastante, como la vez que abrí el cajón con llave que mi abuelo tenía en su escritorio o cuando entré con mi vieja al cuarto oscuro: la realidad siempre es más conservadora que la mente de un niño. Entonces sucedió, cuando estaba por irme senti unos golpecitos y el crujido de la madera: alguien se había acodado afuera buscando la redención de sus pecados.


-Ave María Purísima- fue lo único que se me ocurrió decir, poniendo la voz gruesa recordando la fórmula que le había oído decir creo en una película vieja…


-Sin Pecado concebida- respondió una voz cascada y con algo de temerosa dulzura agregó:

--Padre, he pecado

En ese momento el corazón me dio un respingo: supe que había una persona, dispuesta a abrirme su corazón, a punto de contarme sus bajezas, que era ella la que ahora ocupaba el lugar de niño y yo el lugar de adulto. Sin haberlo buscado se me abría otra puerta, otro misterio quizá mayor que el interior de un cuartito de madera o un cajón cerrado con llave: el alma de un adulto, siempre tan perfectos, tan modelos, tan morales… Por un momento estuve a punto de salir corriendo, sin embargo pudo más mi curiosidad y no sin cierta malevolencia le pedí que me contara lo que había hecho.

Las cosas que contó me las reservo, pues son secreto de confesión, yo la escuchaba sorprendido: qué parecido era el interior de esa mujer entrada en años con las inquietudes de una criatura. Sucede que, de chico, pensaba que había una suerte de “clic” entre los 15 y los 20 años con el cual tu mente cambiaba y te hacías adulto. Recién cuando voté por primera vez, cuando di mi primer beso, cuando vi que en ocasiones yo podía razonar mejor que mis padres, pero que seguía teniendo muchos de los miedos de la niñez, descubrí que en el fondo uno no deja nunca de ser un niño, que en el fondo la única clave de la adultez es la experiencia y el don de mundo; que el miedo, la malevolencia y la necesidad de protección seguían pulsando las cuerdas igual, solo que uno tenía otras herramientas para acallar sus voces. Un adulto es un niño encerrado en un cuerpo mayor, con mayor experiencia y con la ternura mayormente reprimida, nada más, no existe ningún bisturí que te separe de la infancia, porque eso significaría morirse como una planta.


Una vez que terminó, me quedé un rato en silencio. Sentía su mirada intentando verme a traves de la esterilla, semblantearme, Le dije que rezara veinte padrenuestros y cinco avemarías con un brazo levantado, solo por darle un toque humorístico a una travesura que prometía más de lo que resultó, aunque careció completamente de sentido y de gracia.


Aún hoy, con mis veintiséis años encima, con tantos años de ateo y un par entre la sombra y el sol, me pregunto si no habrá un alma más en el infierno, gracias a mi descaro. Si será tan estricto el paraíso en caso de existir, como para no permitir su ingreso por un pecado tan grave pendiente de perdón. Sin embargo, y esto no es por justificarme, creo que de alguna manera la penitencia fue en realidad el hecho mismo de llevar ese secreto guardado toda su vida solo por no lastimar a la persona perjudicada. Quizá ese gesto mismo, pleno de valentía, fortaleza y altruismo, también haya sido su expiación. Al menos sería lo más justo.