jueves, agosto 09, 2007

La Guerra del Perro (capítulo 2)

“Qué quiere” dijo la mujer, sin ni siquiera esbozar un tono de pregunta más si de desconfianza. Se notaba que formulaba la frase simplemente por trámite, que atrás de esa presunta ignorancia en realidad había una certeza, que se transparentaba en la mirada de desprecio que lo seguía recorriendo de pies a cabeza.

“Tengo a Chicho” anunció acomodándose los pocos pelos que le quedaban e hizo ademán de entregarle a Trotskyto, que estaba aún desmayado.

“Mi perro es un dálmata” dijo la mujer con una mirada filosa entre desconfiada e irónica. Rulfo se dio cuenta que aquello era inapelable, era más fácil hacer pasar a su perro por un cobayo que por un dálmata. Sin embargo prosiguió, pues necesitaba la plata:

-“Escucheme, no puede no aceptar a su perro, por más cambiado que usted lo encuentre”

“¿Cambiado? Ese no es mi perro señor” y le mantuvo la mirada...

“Señora, este es Chicho, no me lo puede negar”

“Cómo no voy a poder! Ese no es mi Chicho, mi perro es un dálmata le dije! ¿A usted le parece que guarda algún parecido este cuzquito con un dálmata? Ni manchas tiene!”. Conciente del imposible pero tozudo Rulfo espetó:

“Señora, no quiero pensar que usted no me acepta a su perro”

“No me importa lo que piense, va a tener que entender igual: mi perro es completamente diferente, le agradezco se haya acercado pero no es” y la mujer hizo ademán de cerrar la puerta. Dispuesto a todo, Rulfo tiró un manotazo de ahogado y otro sobre la puerta -Trotskyto bamboleaba la cabeza-:

“Señora, si usted no me acepta a Chicho, voy a entender que usted esta abandonando a su perro y voy a tener que denunciarla por ello”

La mujer quedó congelada, nunca jamás la habían denunciado por nada, pero más la sorprendia que le saltaran con eso..

“Usted está borracho no?" y como si hiciera falta aclararlo agregó: "yo no puedo abandonar lo que nunca tuve, por favor no me moleste” y cerró la puerta.

“Usted lo que no tiene es corazón!” gritó Rulfo. Desde dentro la mujer le respondió:

“Usted lo que no tiene es vergüenza, váyase o llamo a la policía”

“El que va a llamar a la policía soy yo, usted está haciendo abandono en vía pública de un animal indefenso". Ni bien terminó de decir esas palabras, se sorprendió a si mismo, era un caso perdido y tampoco es que fuera tan necesaria la plata. Pero había algo en él que lo hacía querer seguirla esa situación: esa mujer le recordaba a su madre.

miércoles, agosto 01, 2007

La Guerra del Perro (capítulo 1)

Al Negro Fontanarrosa.

"Será posible que algunos tengan tanto y otros tan poco?", dijo, mientras apuraba un pedazo de bondiola mirando el río y, usando una de las pocas convicciones que le quedaba de cuando militaba en el PC, se indignó vagamente. Rulfo era de esos hombres que de a poco había ido cambiando sus dudosos ideales en el banco por billetes más chicos o por monedas. No era precisamente una mala persona, sino alguien a quién, simplemente, el fin de la historia lo había afectado mucho antes que la caída del Muro de Berlín, era más resentido que rencoroso.

Tenía sesenta y cuatro años y por cierta convicción pariente lejana del anarquismo primero y luego porque -lisa y llanamente- jamás le había preocupado, Rulfo aportó nada a la Caja de Jubilaciones y pasó sus años vendiendo importados en el Once, libros para colorear en el colectivo y, finalmente, manejando taxis ajenos había llegado a su actualidad, viviendo indecentemente pero sin penurias; sin pensar que la vejez era algo que no se podía postergar dejando de pensar en ella.

Por su vida habían pasado tres esposas: la primera una compañera del partido que hoy era diputada de la ciudad, la segunda una artesana de Plaza Francia, ligada a la mafia de los hippies y la tercera una empleada del sindicato de taxis (con la que tuvo un hijo), fallecida al caer en un pozo séptico. Según su madre, Rulfo era un bohemio, pero leyendo entre líneas se adivinaba que el término "bohemio" estaba usado como sinónimo de "sucio". Bastaba una rápida comprobación visual para entender esto: La camisa blanca con el cuello rozado, los mismos jeans medio engrasados, los zapatos deslucidos...

Esos días de Agosto lo encontraban viviendo en un departamento mugriento de Lugano, que le había quedado en herencia de su tercer matrimonio, junto con Trotskito, un perrito negro de patas cortas, medio desforme, disfónico y más feo que no se qué. Tan acostumbrado estaba a su vida, que al volver de sus doce horas de taxista no olía nada en especial, cuando lo salían a recibir un tufo hediondo, hijo de más de veinte años de cigarrillos negros, frituras, mugre, olor corporal y humedad.

Ese día había vuelto medio risueño: aunque a su modo se había vuelto uno más, aún seguía manteniendo ese desprecio hacia la clase media tan característico de la izquierda, que lo hacía mirar sarcásticamente ciertas costumbres burguesas, entre ellas esa grasada de escribir en primera persona los cartelitos de perros perdidos, como si fuera el animal mismo quien hablara.

"Mi nombre es Chicho, tengo 14 años y extraño mucho a mi mamá" retumbaba en su mente. "Vieja ridícula…", decía entre risas, "¡Además, pagar esa cantidad de guita por un perro!"… Rulfo sabía esto, porque mientras almorzaba en un carrito de la Costanera, esa mañana, había llamado preguntando cuanto ofrecían, y una joven desabrilda, a la menor insinuación, había resbalado la cifra.

"Es buena plata" cavilaba mientras cenaba un paty medio grasoso con unas papas fritas. "Si pudiera encontrar ese perro" "Ay ay ay" y miraba fijamente a Trotskyto y masticaba y miraba a Trotskyto que jugaba con un hueso de aquel asado de navidad en el sindicato y agarraba unas papas y miraba a Trotskyto… ¿Y si le llevaba su perro y lo hacía pasar por Chicho? No había foto en los afiches, las deudas le apretaban el gañote y perdido por perdido podía así también deshacerse de ese animal que, si bien quería también le traía remordimientos de su última esposa.

“Hola, buen día” dijo a la mañana siguiente “disculpe que la moleste, pero creo que tengo a Chicho” y no dijo más. Lo atendió la misma muchacha y ni siquiera le preguntó cómo era el perro, solo se limitó a darle la dirección, a un par de cuadras de la plaza Devoto.

Rulfo apuró unos mates y salió con Trotskyto. Ni siquiera lo peinó o lo bañó. Uno podría pensar que eso se debía a una cuidada estrategia para hacer creíble que el perro había estado en la calle, pero no: Rulfo no lo bañaba porque no quería. Te digo más: seguramente si el can hubiera podido sorprenderse, lo hubiera hecho gratamente: hacía casi un año que no veía la calle. En las márgenes de la vereda los esperaba el Dacia cachusiento, primo gemelo del Renault 12, que el hijo de Rulfo había dejado cuando huyó de su casa. El viejo, que se había cagado de risa de Jorge Donn cuando se enteró que su hijo se había ido como monje al medio del Tibet, en realidad no podía reírse mucho porque el Fabián se había enrolado como cocinero en un buque pesquero con bandera del Zaire.

El coche corcoveaba cíclicamente con un rebuzno macartista, estaba vencido para un costado, y como la palanca de cambios estaba jodida en la segunda, iba a no más de veinte. Además se le estaban jodiendo los frenos de tanto usarlo como un karting... Hacía un calor de locos y ni pensar en aire acondicionado, si ni siquiera podía usar la radio: el motor zumbaba hipnóticamente, tapando cualquier sonido, inclusive los de la calle. “Maldito coche” dijo, secándose la transpiración y estacionó en la plaza Devoto, si la vieja lo veía bajar de ese auto quien sabe si le abría la puerta. Quizá como un presagio, tal vez como un aviso, cuando bajó del auto Rulfo pisó mierda de perro.

Continuará...