viernes, noviembre 02, 2007

Vida de Cándido Galotta, el mago del carácter

En esta época de super estrellas de consumo masivo e hipermediáticas, de películas con presupuestos de Estados y súper efectos especiales, nos es grato recordar la figura de Cándido Galotta, “El Mago del Carácter”. Nació en 1910, en el seno de una familia italiana de botelleros afincados en Mataderos. Tuvo una infancia muy dura, tal como pareciera marcar cierta regla del artista. Fue el vigésimo quinto hijo de los Galotta, fruto de un embarazo no buscado, como sus veinticuatro hermanos anteriores. De hecho vivió, según sus propias palabras, siempre confundido con algún otro hermano: sus padres insistían en llamarlo “Goyo”, “Luis”, “Marcos”, “Mirna”, o “Esther”. Muchas veces incluso recibió castigos que no estaban destinados a él, como cuando fue acusado de manchar las sábanas con la menstruación, sin ir más lejos. Sin embargo, antes que todo lo anterior, dolido dirá que su verdadero tormento fue la insistencia de su abuela en llamarlo “este chico” y la posterior pregunta: “¿quién es?”. Podría sospecharse cierta piedad en la pluma de Dios al dictar que, a sus ocho años, Héctor se perdiera en una plaza, un domingo de enero. Nadie lo buscó: ya no solo era un embarazo no buscado, ahora también era un niño no buscado. No deja de ser importante destacar aquí la reflexión de Ceferino Martín y Martín, comentarista de cine: “es llamativa la parábola psicológica que la vida le impuso: siendo un niño perdido, se dedicó al noble oficio de la actuación, que es siempre una búsqueda”. Así,nuestro actor terminó con su suplicio... y empezó otro, al entrar en el circo de los afamados payasos Romeu y Carles Salvat, (llamado “El payaso de la ostia”, porque era cura, y por su costumbre de golpear a la gente). En el circo, Galotta aprendió con sangre el arte de los saltimbanquis y los equilibristas, un poco por el mal carácter de Carles, que lo azotaba regularmente, y otro poco por las caídas: de hecho, en uno de sus accidentes más graves, adquirió la extraña destreza de tocar el nudillo de su meñique con la yema de su pulgar. A los 17 años, dejó la vida circense (“ese infierno”, según su decir) para ingresar en el conservatorio. Tan maltratado por la vida ni soñó que, con ese decisivo paso, estaba ingresando por la puerta grande del éxito y el reconocimiento como actor. Quizá porque el conservatorio era de música o quizá porque la puerta del mismo era demasiado pequeña. Rubio, alto, con estampa de galán, una tarde cruzóse con Eraclio Puffi, famoso productor de cine de la época (conocido como “El ojo”, porque era tuerto). Sin embargo las promesas de trabajo no prosperaron y los primeros años en el mundo del cine le depararon vacuos desempeños como extra y extensas hambrunas. Así, se lo puede ver en fugaces intervenciones como “estatua” y como “farol”. Recién después de mucho pelear obtuvo su primer papel animado y su primer bolo: hizo de perro y hacia el final del largometraje le tocaba decir “guau”. Tanto sufrimiento, habría de tener su recompensa: a los 26 años, en una película que hacía de mozo de bar, el director Severo de Ochoa se encontró en la difícil situación d reemplazar al viejo actor Nildo Ferrer, que había fallecido en pleno rodaje. Allí Galotta vio la oportunidad y habló con el director hasta hacerse con el papel. El resultado fue impactante: con toda su juventud, consiguió componer a un anciano tan creíble que el mismo director se refería a él como “a ver, abuelo” a la hora de indicarle algo y hasta le cedía el asiento de dirección, si lo hallaba cansado. Por este papel ganó el premio “Corpacho de Fierro”, aunque alguien tuvo que retirarlo por él ya que, al verlo tan joven, los organizadores no lo dejaron pasar. De estas formas nuestro actor empezó a hacerse un nombre en el mundo del cine, ese nombre que su familia le birlaba en su niñez, con la terrible daga de la indiferencia. Es lícito, entonces, señalar que, siendo de niño siempre confundido con un tercero, buscó la fama para ser reconocido en su identidad. Muy a su pesar, sin embargo (y a pesar de ser una celebridad) jamás el populacho reconoció su rostro. Porque claro, lo que lo hizo célebre fue su capacidad para parecer otro, nunca la combinación de sus rasgos propios. Para colmo de males: era muy parecido a Luis Federico Leloir y todo el mundo lo confundía con el prestigioso científico. II Su vida privada Galotta estuvo casado tres veces. En dos ocasiones con la misma mujer, Elida Fiorio, quien -hasta la muerte del actor- jamás supo que estuvo dos veces con él: en el primer enlace lo conoció como rubio, alto y buen mozo y en el segundo como un estrambótico magnate griego. No tuvieron hijos y las ocasiones de divorcio fueron las dos veces la misma: Galotta simulaba ser otro para ver si su mujer le era fiel, pudiendo en ambas ocasiones confirmar sus sospechas. Durante años tuvo amoríos complejos con muchas mujeres a la vez, siempre con su costumbre de hacerse pasar por otro. Por esto no se puede saber a ciencia cierta el número de amantes que tuvo: porque es más que probable que ni ellas supiesen que estaban con el actor. Esto impide, además, que se conozca la real cifra de la descendencia de este camaleón de las tablas. El Amor de su vida fue la rusa Isvenia Clorovetkaia. El matrimonio fue una matriz infernal marcada por la inseguridad y desconfianza de Héctor que, pasados los años, había tornado enfermizos sus celos. Así es que se le solía aparecer a la pobre mujer en todos lados disfrazado de otro para ver si lo engañaba. En el momento de la charla en que él creía q la fidelidad de Isvenia podía flaquear, revelaba su verdadera identidad a los gritos. Fueron veinte años de martirio según palabras de la mujer, que terminó sus días en un instituto creyendo ver a su marido en cada persona que le hablaba. Con esta última esposa tuvo cinco hijos con quienes casi no se habló hasta entrada su vejez: los nietos fueron un puente que volvió a unirlos, aunque con cada uno se mostraba con una apariencia distinta. III La carrera A pesar de que podamos tildar de ruinosas su vida privada y su personalidad, debemos apelar a Marcel Proust que sabiamente recomendó separar el yo cotidiano del yo creativo del artista. Por eso es necesario olvidarnos del hombre para poder apreciar la verdadera dimensión de este artista notable. Entre sus papeles más recordados podemos citar cuando a sus 27 años hizo de Sarmiento moribundo en la película “¿Qué próceres llevaban los billetes de antes?”; su doble interpretación a los 35 en el drama “La voz de la libertad es un clamor de cadenas rotas” donde hizo de un pigmeo africano de mediana edad y de un explorador inglés a punto de jubilarse; su sobresaliente performance cuando, con 70 años, hizo de adolescente en la tira diaria “Wow, tengo 15” y esa especie de final del juego ya pasados los ochenta, con “Yo nunca tuve triciclo” (una película que muchos tildan autobiográfica), donde se dio el gusto de dirigir y actuar: no es casual que el personaje que se reservara fuera el de niño protagonista. Aquí llegamos al punto de inflexión que vuelve notable su carrera: acorde fue envejeciendo, sus papeles siguieron el camino inverso. Así, en 2000 (cuando se lo creía retirado y a sus 90 años), Héctor hizo de bebé en el filme “Los amaneceres son un atardecer al revés”, papel que le valió el premio William, y que fue a retirar -graciosamente- en un carrito tirado por su nieta. La muerte, según Manrique, es el mar al que va a desembocar el río de nuestra vida. En el caso de Galotta que, quizá como ningún otro actor supo tener muchas vidas y por ende muchos ríos, el morir vino a ser estuario donde se unieron todos los cursos de su existencia, esas aguas donde se mezclaron la realidad y la ficción fundiéndose en un solo espejo. Por eso, él, que acorde fue envejeciendo fue rejuveneciendo sus caracteres, encontró la muerte una tarde de marzo de 2005, enfermo de falso crup, según testimonio de un médico pediatra. Aunque viendo su facilidad (y manía) de contaminar con su trabajo su vida personal, también deberíamos dudar de su muerte.